"El Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido"
Por Mons. Eugenio LIRA RUGARCÍA

“Te pido me concedas sabiduría”. ¡Sabía lo que pedía! Porque sólo
quien es sabio puede abarcar la totalidad de lo real; descubre lo que es
realmente importante, lo más valioso y que permanece para siempre; es capaz de
dirigirse a sí mismo, y de relacionarse correctamente con todos.
Quien no tiene ese grado de conocimiento, se deja deslumbrar,
olvidando que “no todo lo que brilla es oro”. Hoy muchos venden la idea de que
lo más importante es disfrutar toda clase de placeres y llenarnos de cosas,
invirtiendo para ello todo ¡Y cómo ganan a nuestra costa! Hasta nos empujan a
buscar dinero como sea, con tal de que tengamos con qué pagarles lo que nos
venden.
Y para que no nos demos cuenta, nos hacen creer que nadie nos debe
decir qué es bueno y qué es malo. Pero Dios no nos deja solos. Él, que nos ha
creado y nos ama, nos ha enviado a su Hijo a liberarnos del pecado, a darnos su
Espíritu y a hacernos hijos suyos, ¡partícipes de la mayor riqueza que puede
existir: ser por siempre felices!
“Esto es lo que Dios quiere –comenta el Papa–, y esto es por lo que
Jesús entregó su vida”. Él, como dice san Pablo, nos ha llamado para
glorificarnos. Sin embargo, a nosotros toca aceptar este regalo. Para eso
tenemos que comprender su grandeza. Y para ello necesitamos ser humildes y
reconocer que él sabe lo que dice.
Es lo que Jesús, el mayor de los expertos y el mejor de los asesores,
nos ayuda a entender a través de tres parábolas, en las que nos invita a
descubrir que el Reino de los cielos es de tal valor, que conviene desprenderse
de todo con tal de alcanzarlo.
¿Y de qué nos debemos desprender? De lo que nos daña: inventarnos
nuestra propia verdad, pensar sólo en nosotros, hablar mal de los demás,
usarlos como si fueran objetos de placer, de producción o de consumo,
contaminar la Tierra. Y también desprendernos de cosas que, aun siendo buenas,
podemos hacer que hagan mejor a otras personas que las necesitan más.
Dios, como dice san Gregorio, ha echado la red a través de su Iglesia
para que no nos ahoguemos en la muerte eterna. Pero para que podamos llegar a
la orilla de la felicidad eterna, debemos ser buenos, cumpliendo sus
mandamientos, que se resumen en amarlo a él, amarnos a nosotros mismos, y amar
a los demás. Que nuestra Madre, Refugio de los pecadores, nos obtenga de Dios
la sabiduría que necesitamos para saber invertir en lo que realmente vale: el
amor, que hace la vida eterna.
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