Por Mons. Eugenio LIRA RUGARCÍA
Obispo de Matamoros
MATAMOROS, TAMS. - Subidos
en la barca de Jesús, que es la Iglesia, surcamos el mar de la vida, anhelando
llegar a la otra orilla; el encuentro definitivo con Dios, en quien seremos
felices por siempre. Sin embargo, a veces en esta travesía enfrentamos
tormentas que amenazan hundirnos: enfermedades, crisis, problemas en casa, la
escuela y el trabajo; dificultades con los amigos, angustias económicas,
injusticias y violencia.
Pero Dios se acerca a nosotros a través de su Palabra, contenida en la
Sagrada Escritura y en la Sagrada Tradición; de sus sacramentos, entre los que
destaca la Eucaristía; de la oración, la familia, los amigos y los
acontecimientos. Para reconocerlo sólo necesitamos tener presente que él se
manifiesta, no de forma espectacular, sino de manera suave y sencilla, como
hizo con el profeta Elías.
Sin embargo, puede ocurrirnos lo que, a los discípulos, que dejándose
dominar por el miedo, confundieron a Jesús, en quien Dios viene a salvarnos,
con un fantasma; una ilusión poco práctica y aburrida que espanta la diversión
y la alegría ¡No caigamos en esa tentación! Como Pedro, reconozcámoslo y
pidámosle que nos mande ir a él superando aquello que amenaza hundirnos: el
pecado, el mal y la muerte.
Pedro dio prueba de su fe; “creyó –señala san Jerónimo– que con el
poder de su Maestro podría hacer lo que no podía con sus fuerzas naturales” Con
la fuerza del Amor que Cristo nos comunica, podremos ir adelante. Porque sólo
el amor es capaz de hacernos superar los problemas personales, matrimoniales,
familiares y sociales.
No obstante, también puede pasarnos lo que, a Pedro, que, aunque
empezó a caminar sobre el agua, al sentir la fuerza del viento, se dejó dominar
por el miedo y comenzó a hundirse. Así puede sucedernos cuando, a pesar de
confiar en Dios y esforzarnos por amar como nos enseña –procurando ser
comprensivos, amables, justos, pacientes y serviciales, perdonando las ofenzas
y pidiendo perdón a los que nos ofenden–, los vientos contrarios sigan soplando
en casa y en el mundo.
Sintiendo la fuerza del viento, Pedro dudó, se desanimó y comenzó a
hundirse. Pero sabiendo que Jesús no lo abandonaría, gritó con fe y confianza:
“¡Sálvame, Señor!”. “Pedro –comenta san Agustín– puso su esperanza en el Señor
y todo lo pudo por el Señor… tuvo miedo, pero se volvió al Señor... ¿Y podía
acaso el Señor abandonar al que zozobraba, oyendo sus súplicas?”.
Juan Pablo II decía: “Cuando todo se derrumba alrededor de nosotros, y
tal vez también dentro de nosotros mismos, Cristo sigue siendo el apoyo que no
falla”. ¡Sólo él puede rescatarnos! Por eso san Pablo se dolía de ver que los
suyos rechazaban a Jesús, y estaba dispuesto a todo con tal de que se dejaran
encontrar por él.

Escuchemos a Jesús. Sólo él tiene palabras de paz. Si vivimos amando
como nos enseña, veremos como poco a poco van amainando los vientos contrarios
de la injusticia, el mal y la violencia, y alcanzaremos una vida plena y
eternamente feliz.
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