Una joven democracia enviada a la hoguera
Por Alejandro MARIO FONSECA
CHOLULA.- “El sueño de la
razón produce monstruos” esta es una de las frases más célebres de Jean
Baudrillard, filósofo y politólogo francés que escribió El espejo de la
producción en 1975.
Ya desde los años 60 sostenía que el marxismo había quedado
desactualizado: según su pensamiento, la nueva base del orden social era el
consumo y no la producción.
En su libro Crítica a la economía política del signo se propuso
explicar el surgimiento de la sociedad de consumo y la economía a través de la
aplicación de las Teorías del Signo.
Así, en esta obra, Baudrillard
atiende a las dinámicas de aislamiento y privatización del consumo que suponen
la supremacía del sistema de dominación.
A su vez, defiende que el marxismo se había convertido en “una
corriente de pensamiento demasiado ocupada en cuestiones de economía política y
demasiado alejada del análisis de la significación de la cultura”.
Además, Baudrillard aceptará de
los estructuralistas Louis Althusser el descentramiento del sujeto por la
acción de la ideología y su crítica al humanismo; y de e Guy Debord, asumirá la
exigencia de una política de vanguardia, heterodoxa, su crítica del efecto
simulador que produce el exceso de mensajes, híper codificados y ajenos a la
vida cotidiana. Ojo: todo esto lo dijo antes de la Caída del Muro de Berlín y
de la era del Internet.
Traigo a colación esta reflexión filosófica de Jean Baudrillard,
porque su crítica da justo en el blanco: el problema de fondo que nos ayuda a
entender el affaire Putin-Trump y el consecuente triunfo del fanfarrón Trump,
es el hecho de que el imperio norteamericano solamente puede mantenerse vivo a
partir del consumismo desenfrenado.
Probablemente estamos viviendo la última fase del capitalismo salvaje:
el consumo del imperio a toda costa, no importa que media humanidad padezca
hambre, no importan los miles y miles de muertos por la desnutrición, por las
guerras de intervención, por el narcotráfico y por las epidemias inducidas.
Yeltsin y Putin fueron los
monstruos que nacieron del sueño de Gorbachov
Una joven democracia enviada a la hoguera es el título del capítulo 11
del libro La doctrina del shock de Naomi Klein. Se trata de la explicación más
lúcida que he leído sobre la caída del modelo de dominación socialista.
A principios de los años 90, gracias a las políticas de glasnost
(apertura o transparencia) y perestroika (reorganización o modernización)
Mijaíl Gorbachov condujo a la Unión Soviéticas a través de un admirable proceso
de democratización: se estableció la libertad de prensa, se eligió libremente a
los miembros del parlamento ruso, los gobiernos municipales, y el presidente y
el vicepresidente del país; además, el Tribunal Constitucional era ya un órgano
independiente.
En la esfera económica Gorbachov guiaba a al país hacia una
combinación del libre mercado y un sistema fuerte de protección social,
manteniendo ciertas industrias clave bajo control público; él esperaba que el
proceso durara entre diez y quince años en completarse.
Su objetivo final era construir un sistema social demócrata, siguiendo
el modelo escandinavo: “un foco de inspiración socialista para toda la
humanidad”.
Nada de esto pasó, Gorbachov se durmió en sus laureles y llegó
Yeltsin, el “oso alcohólico y glotón” que al más puro estilo Pinochet, se comió
el pastel completo. Fueron tres los shocks traumáticos que los rusos habrían de
soportar en tan sólo tres años: la abolición de la Unión de Repúblicas
Socialistas Soviéticas; el súbito programa de “libre mercado (liberalización de
precios, el libre comercio y la privatización de 225 mil empresas de propiedad
estatal); y el desalojo y destrucción de la “Casa Blanca” rusa, es decir del
Parlamento democráticamente electo.
En Rusia eran demasiadas las riquezas que estaban en juego: inmensos
yacimientos de petróleo, un 30% aproximado de las reservas mundiales de gas y
un 20% del níquel del planeta, por no hablar de las fábricas de armamento y del
aparato mediático del Estado.
Putin: el jefe de la nueva
oligarquía rusa
El Estado comunista fue sustituido por otro de tipo corporativista:
los beneficiarios de dicho boom fueron un limitadísimo círculo de rusos y un
puñado de gestoras de fondos de inversión occidentales, que obtuvieron
mareantes cifras de rentabilidad invirtiendo en las compañías rusas recién
privatizadas.
De la noche a la mañana surgió un nuevo grupo de oligarcas que nada le
piden al imperio de los antiguos zares por sus majestuosos niveles de riqueza y
poder, que en alianza con el poder financiero norteamericano, amenazan la paz y
la democracia a lo largo y ancho del mundo. Ahí están Chechenia, Georgia,
Ucrania y ahora Siria.
También los demócratas norteamericanos sufrieron el letargo del sueño,
no le dieron importancia y lo dejaron crecer: llegó el monstruo al poder. Y lo
que sigue: ya veremos cómo le va al mundo con la nueva alianza de Putin y
Trump.
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