Los que se
tienen por buenos y desprecian a los demás
Por Eugenio
LIRA RUGARCIA

“Imprudente
–escribe Ovidio– ¿por qué en vano unas apariencias fugaces alcanzar intentas?”.
Jesús no
quiere que terminemos así. Por eso, a través de una parábola nos invita a
revisar nuestra actitud con nosotros mismos, con Dios y con los demás.
San Gregorio
decía que de cuatro maneras suele demostrarse la hinchazón de la arrogancia;
cuando creemos que lo bueno nace exclusivamente de nosotros mismos; cuando
creemos que hemos recibido una gracia por nuestros propios méritos; cuando nos
jactamos de tener lo que no tenemos; y cuando despreciamos a los demás.
Todo esto se
ve en el fariseo, que lleno de sí mismo, no deja lugar a Dios ni a los demás.
“Finge orar –comenta el Papa Francisco–, pero solamente logra vanagloriarse de
sus propios méritos, con sentido de superioridad hacia los demás… En vez de
tener delante a Dios, tiene un espejo”.
¡Cuántas
veces nos pasa lo mismo! Pensamos que todo lo hacemos bien y que son los demás
los que hacen todo mal: la esposa, el esposo, los hijos, papá, mamá, los
hermanos, la suegra, la nuera, los vecinos, los compañeros, la gente, ¡y hasta
Dios!
Así
despreciamos a todos sintiéndonos “la perfección andante” al pensar que no
somos ladrones, injustos o adúlteros, aunque le robemos a la familia el amor y
el tiempo que deberíamos dedicarle. Aunque le arrebatemos a los demás su honra
y dignidad. Aunque no paguemos ni cobremos lo justo. Aunque seamos parte de la
corrupción y la contaminación. Aunque seamos indiferentes a los pobres. Aunque
seamos infieles a nuestros deberes cristianos y ciudadanos.
¿Qué sucede
entonces? Lo que, al fariseo, que encerrado en sí mismo no permitió a Dios que
lo rescatara y lo sanara con su perdón. Por eso, por nuestro bien, Jesús nos
propone otra actitud; la del publicano, que con humildad reconoce sus faltas y,
aceptando que necesita ayuda, pide perdón. Así su oración “atraviesa las
nubes”, y es escuchada por Dios, que nos rescata a través de Jesús.
San Pablo lo
comprendió. Y fiado en que Dios lo salvaría y lo llevaría al cielo, compartió
la fe que había recibido, sin despreciar a nadie. Esa fe que “nos ayuda a
edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza”.
“Tengo que
luchar contra muchos defectos –escribió santa Faustina– sabiendo bien que la
lucha no humilla a nadie”. Reconociendo la obra de Dios en nosotros,
reconozcamos también nuestros pecados y abrámonos a su perdón, sin nunca
despreciar a nadie.
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