Por Alejandro MARIO FONSECA
CHOLULA.- El grito de independencia dejó de ser símbolo de identidad entre los
mexicanos. Y es que desde hace rato ya no nos sentimos identificados con las
personalidades que encabezan el rito nacionalista: están muy alejados de los
ideales y de los sentimientos originales de Hidalgo y de Morelos.
Cheque usted, estimado lector, los reportajes sobre el
acontecimiento la pasada noche del 15 de septiembre en el zócalo capitalino. No
sé, tal vez desde por lo menos los últimos 10 sexenios no se había visto una
ceremonia tan desangelada. No fue suficiente ni la “acarreadora” Banda Limón,
ni los 300 pesos que se le dieron a cada asistente, ni los antojitos regalados.
Había un desánimo generalizado; vaya hasta el mismo presidente se veía
fastidiado.
Se trata de un rito nacionalista unificador, que tiene su réplica en
las capitales de los estados y en la mayoría de los municipios del país, si no
es que en todos. Seguramente en la mayoría de los casos pasó lo mismo. Y es que
a poco más de 200 años del acontecimiento, ya no se puede ocultar el fracaso de
las causas populares que se exaltan.
La rebelión de independencia tuvo con Hidalgo y Morelos un carácter
popular, que de tanto cacarearse, no ha dejado ver con claridad su esencia: fue
una rebelión de élites. La clave de la comprensión del fenómeno está en la
manipulación ideológica. Fue una rebelión basada en coaliciones de élites y en
alianzas populares. Los curas utilizaron a Fernando VII destronado como
pretexto, a la virgen de Guadalupe como símbolo de arrastre; y las leyes y
promesas de libertad, a los esclavos y expropiación de tierras en favor de los
campesinos, como programa.
Los curas fracasan, no tanto
por su falta de habilidad militar –caso de Hidalgo-, o por su ingenuidad
política –Morelos-, como por la deserción de los criollos. Fue una rebelión
tortuosa, prolongada, descentralizada, y sobre todo, insatisfactoria para la
mayoría indígena y mestiza que participó en ella.
También fue un medio gracias
al cual los españoles de México salvaron sus haciendas, la Iglesia sus
prerrogativas, y los criollos vieron colmado su anhelo de igualdad en los
negocios de Estado. Su principal protagonista
fue Agustín de Iturbide, un criollo de clase media que había destacado en el ejército realista,
y que enseñó a soldados y políticos mexicanos
ambiciosos todas cuantas lecciones
necesitaban para la futura ruina del país: primero se había opuesto a la
independencia, y más tarde, traicionando a sus superiores, la había llevado a
cabo; recibió una corona de las muchedumbres vociferantes y sacó a punta de
bayoneta de sus asientos a los diputados del primer Congreso electo; finalmente
tuvo que abdicar ante la amenaza de una rebelión capitaneada por Antonio López
de Santa Anna, tan sólo diez meses después.
Hoy, los problemas de nuestro país siguen siendo los mismos,
desigualdad, hambre, violencia, corrupción… etcétera, a los que habría que
agregar el cinismo; aunque después de todo, sería más honesto que nuestros
gobernantes en lugar de gritar ¡viva Hidalgo!, ¡viva Morelos!, gritaran ¡viva Iturbide! Usted qué opina.
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