Por Andrés ZACA NAYOTL
Teólogo
CHOLULA.- Nuestro
presente está determinado por nuestro futuro, y nuestro futuro es formar parte
de la familia de Dios. Empezar a vivir desde ya esta realidad, en medio de una
historia que pareciera, en no pocas ocasiones, contradecirla e incluso
oponerse, implica reconocer que la fuente de todo es Dios en cuanto amor
misericordioso: él crea en nosotros lo que ama, y esto que él ama nos
transforma en hijos y nos invita al compromiso con este Dios. El Cuarto
evangelio, por ejemplo, desarrolla consecuentemente esta perspectiva con la
terminología «vida eterna».
Más allá de la situación en que el
hombre se encuentra frente a Dios, nunca dejará de ser lo que él ha querido que
sea, a saber, imagen suya. Es Dios quien da al hombre el fundamento de su vida
individual y social, garantizando su «superioridad» sobre el resto de la
creación, además de ser el puerto de arribo de su actuar y de su ilimitada
capacidad de decidir.
En este caminar, la figura de Cristo
representa para nosotros el norte insoslayable de lo verdaderamente humano, a
la vez que se presenta como el mediador entre el hombre, sus hermanos, y Dios:
Jesús nos ha revelado el designio misterioso con el que su Padre nos creó, o
sea, para participar de su ser mismo... en Cristo.
Hemos sido llamados a un desenlace
que sobrepasa nuestra naturaleza. La participación en la vida divina ad intra es, hipotéticamente,
inalcanzable para el hombre (contra el gnosticismo); el ser humano no podrá,
por ende, llegar al fin último para el que ha sido creado si no es por la
comunicación amorosa y gratuita de Dios.
Esta paradoja –lo que el hombre es desde su creación (Pelagio), no es
suficiente para llegar a lo que debe ser
(Agustín, Tomás, Cayetano, Molina, Escuela franciscana, Suárez)– pone sobre el
tapete el dilema planteado en torno a los méritos del ser humano: por más que
esté dotado de atributos y cualidades definitivamente altos, que lo colocan en
un plan netamente superior al resto de las creaturas, el hombre encuentra su
«estatura» en su ser en Cristo, en su ser hermano e hijo.
El dilema occidental planteado que
coloca a Dios y al hombre en una relación antagónica, y a la gracia como
enemiga de la libertad o viceversa, encuentra en dicha paradoja un proyecto de
respuesta: lo que somos por naturaleza camina hacia lo que debemos ser gracias
a la gracia. Si nos dirigimos hacia el destino querido por Dios, su casa, y
esta meta es la única y real consumación de lo humano; si esta finalización no
es hecha por manos humanas, sino que acontece como graciosa autodonación de
Dios, habrá que afirmar categóricamente que Dios es significativo para la vida
del hombre. Y lo que Dios quiere para el hombre es que viva su vocación
primigenia en su misma órbita, siendo hijo y hermano.
Esta vocación primigenia se expresa
en nosotros en términos de deseo «de ver a Dios»: deseamos lo que Dios nos
puede dar, y Dios sólo da aquello que puede cumplir. El hombre no puede llegar
por sí mismo a poseer el don, por tanto,
Dios mismo tiene que autodonársenos. Desde la creación, llevamos dentro de
nosotros la exigencia de conocer al Creador, pero no podemos hacerlo por
nosotros mismos; Dios, entonces, nos sale al encuentro y se da a sí mismo (De
Lubac).
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