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Formar parte de la familia de Dios

Written By Unknown on domingo, 8 de diciembre de 2013 | 10:16

Por Andrés ZACA NAYOTL
Teólogo

CHOLULA.- Nuestro presente está determinado por nuestro futuro, y nuestro futuro es formar parte de la familia de Dios. Empezar a vivir desde ya esta realidad, en medio de una historia que pareciera, en no pocas ocasiones, contradecirla e incluso oponerse, implica reconocer que la fuente de todo es Dios en cuanto amor misericordioso: él crea en nosotros lo que ama, y esto que él ama nos transforma en hijos y nos invita al compromiso con este Dios. El Cuarto evangelio, por ejemplo, desarrolla consecuentemente esta perspectiva con la terminología «vida eterna».

Más allá de la situación en que el hombre se encuentra frente a Dios, nunca dejará de ser lo que él ha querido que sea, a saber, imagen suya. Es Dios quien da al hombre el fundamento de su vida individual y social, garantizando su «superioridad» sobre el resto de la creación, además de ser el puerto de arribo de su actuar y de su ilimitada capacidad de decidir.

En este caminar, la figura de Cristo representa para nosotros el norte insoslayable de lo verdaderamente humano, a la vez que se presenta como el mediador entre el hombre, sus hermanos, y Dios: Jesús nos ha revelado el designio misterioso con el que su Padre nos creó, o sea, para participar de su ser mismo... en Cristo.

Hemos sido llamados a un desenlace que sobrepasa nuestra naturaleza. La participación en la vida divina ad intra es, hipotéticamente, inalcanzable para el hombre (contra el gnosticismo); el ser humano no podrá, por ende, llegar al fin último para el que ha sido creado si no es por la comunicación amorosa y gratuita de Dios.

Esta paradoja –lo que el hombre es desde su creación (Pelagio), no es suficiente para llegar a lo que debe ser (Agustín, Tomás, Cayetano, Molina, Escuela franciscana, Suárez)– pone sobre el tapete el dilema planteado en torno a los méritos del ser humano: por más que esté dotado de atributos y cualidades definitivamente altos, que lo colocan en un plan netamente superior al resto de las creaturas, el hombre encuentra su «estatura» en su ser en Cristo, en su ser hermano e hijo.

El dilema occidental planteado que coloca a Dios y al hombre en una relación antagónica, y a la gracia como enemiga de la libertad o viceversa, encuentra en dicha paradoja un proyecto de respuesta: lo que somos por naturaleza camina hacia lo que debemos ser gracias a la gracia. Si nos dirigimos hacia el destino querido por Dios, su casa, y esta meta es la única y real consumación de lo humano; si esta finalización no es hecha por manos humanas, sino que acontece como graciosa autodonación de Dios, habrá que afirmar categóricamente que Dios es significativo para la vida del hombre. Y lo que Dios quiere para el hombre es que viva su vocación primigenia en su misma órbita, siendo hijo y hermano.


Esta vocación primigenia se expresa en nosotros en términos de deseo «de ver a Dios»: deseamos lo que Dios nos puede dar, y Dios sólo da aquello que puede cumplir. El hombre no puede llegar por sí mismo a poseer el don, por tanto, Dios mismo tiene que autodonársenos. Desde la creación, llevamos dentro de nosotros la exigencia de conocer al Creador, pero no podemos hacerlo por nosotros mismos; Dios, entonces, nos sale al encuentro y se da a sí mismo (De Lubac).
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